JANE EYRE de Charlotte Brönte
Dirección: Carme Portaceli.
Elenco: Jordi Collet, Gabriela Flores, Abel Folk, Ariadna Gil, Pepa López. Joan Negrié y Magda Puig.
Músicos: Alba Haro, violonchelo. Clara Lai, Clara Peya y Lail Vallés, piano.
Una producción del Teatre Lliure.
17 de octubre de 2018. Teatro Español, Madrid.
LA HERENCIA Y SENTENCIA DE CHARLOTTE de Carlos Herrera Carmona
Anoche Ariadna semejaba un trazo oscuro, vibrante, lleno significante y significado; ella, con urgencia por expresar lo que su personaje insistía en expresar, se recortaba como si fuera un kanji viviente sobre el lienzo blanco de su morada de papel. Mientras, su coro, huidizo, a veces carnavalesco y casi siempre hostil, danzaba con sus figuras caleidoscópicas que se multiplicaban en personajes de la galería agónica y rebelde con causa, del carrusel de sentimientos, ideado por la autora británica Charlotte Brönte. Nivel acertado y sin aspavientos en sus interpretaciones; correctos, a veces demasiado contenidos, pero siempre límpidos en su actuación en una escenografía reconocida, típica y sin sorpresas.
Del montaje -denso, claustrofóbico, sobrante quizás de algunos minutos- me llamaba la atención su tempo: dudaba yo si los cuadros -más bien estampas– si aquellos ademanes o la manera deslizante con la que se movían los intérpretes sobre el suelo iba a tenor de las melodías del piano y del cello o eran las músicas -disciplinadas y delicadísimas, ocurrentes y sorpresivas, sacando partido hasta de la tapa del instrumento- quienes orquestaban en cierto modo el músculo impulsado por Carme Portaceli y así soportar la fuerza del mensaje avant garde de Charlotte.
Ariadna dotó a Jane de una suerte de “fragilidad indómita”, tal y como la califica su ídolo amoroso al no conseguir conquistar a la ya conquistada. Su actuación –arropada por un reparto coral a la altura de las circunstancias brontianas-, tierna y quejumbrosa, como a punto de quebrarse, posturalmente alicaída: Ariadna intensificaba sus parlamentos atronadores, antiserviles, con tintes heroicos y anticlericales, resonando modernidad dijera lo que dijera, siempre en alerta, siempre doliente: su discurso de cierre constituyó la condensación de todo esto que digo y la rúbrica de la autora impresa en los muros, en las almas, sella y sentencia la tríada Ariadna-Portaceli-Brönte.
Hubo dos instantes, eso sí, que se me antojaron como fisuras de esa atmósfera onírica de Ariadna/Jane en su País de las Maravillas: las estrofas raperas: tanta poesía en escena que no vi la necesidad de esta leve provocación que bien podía haber sido elidida. Y la zíngara, dado que lo que decía era ininteligible, pues yo desde la fila 7 no pude comprenderla, no me quedó más remedio que sobreentenderla.
El pulso es contenido, y acierta, ya que no permite otra variante: la flema inglesa impide que la hybris se desborde hacia fuera, más bien se articula a través de implosiones, siempre ha sido así, aunque estén decoradas con borrascas y subidas a las cumbres o con picos altaneros de romanticismo femenil en la campiña. Era como si Jane tuviera que contar y sentir todo su interior revulsivo en un soneto: limitado, con sílabas contadas, exprimiendo cada gota de su penar, de su andadura en cada verso, cada dolencia en cada cesura, e incluso contención, cuando las puertas se le cierran y, a punto de desfallecer, Charlotte ordena, como narradora omnisciente, al deus ex machina que la pueda salvar de ese «pozo con fuego», y la convierte en millonaria y en feligresa samaritana de la forza dell’amore. Y nos lo tenemos que creer, porque claro que siguen gustando que los golpes de suerte existan, aunque sean en espacios con puertas-trampa y acotado por espejos traicioneros; nos emociona que, desde una Inglaterra húmeda, rancia y de niñas expósitas, la reivindicación femenina se haya colado en el Español con aforo completo y que sea aplaudida una y otra vez porque Ariadna pareció seguir un pensamiento de la propia autora en su proceder: “Creo mientras tiemblo; confío mientras lloro”. Hermoso.