TRES SOMBREROS DE COPA de Miguel Mihura.
Dirección: Natalia Menéndez.
Una producción del Centro Dramático Nacional.
Teatro María Guerrero. 11 de junio de 2019, Madrid.
EN UN PAÍS MULTICOLOR por Carlos Herrera Carmona
Treinta años hace que la leí y, como teatro que es, la imaginé en aquel tiempo en un espacio colorido, parapetado con cartón piedra y muebles rancios, con tintes de revista provinciana y juegos de palabras tan empleados por Lina Morgan y su séquito. Más simpática que absurda me pareció, ya que no se nos enseñó -error-, para poder valorarla, quién había escrito Esperando a Godot ni quién era Ionesco -tal vez por pereza el docente- así que lo más cercano y cómodo para mi imaginario teatral incipiente era decorar la creación de Don Miguel con disparates españolísimos, perfurmarlo con atmósfera de circo y con la fantasía propia del decorado de cada viernes del Un, dos, tres: ¡Esta noche, la Belle Époque! Comprábamos obedientes la austera edición de Cátedra y nos disponíamos a sonreír con las patochadas de Don Sacramento (cuando ayer la mordida a la España estrecha de miras y rancia que nos quiere obligar aún hoy en día a comer huevos fritos era más que patente). No la había vuelto, ni siquiera a ojear, en todas estas décadas, hasta que ayer en la fila ocho comenzaron a resonar en mi cabeza nombres, chistes y locuras. Fue una lectura obligada, como todas aquellas de COU, de comentarios plúmbeos y narcisistas por parte de aquel docente casposo y sin ángel. La analizaba él de manera plana, simplona, ni siquiera la emparentaba con el absurdo, como antes mencioné, ni siquiera la veía él del todo humorística, «graciosa», nos dijo; ni siquiera nos supo transmitir lo que el sueño de Dionisio podría simbolizar o el ataque a una posible burguesía desagradable. Así que ayer, con algo más de perspectiva y bagaje, un servidor se tomó la licencia de interpretar lo que la batuta de Natalia Menéndez había organizado con su batallón en el María Guerrero. Ayer tuve la oportunidad de tomar cada cuadro con las pinzas antipáticas de la meticulosidad y de la óptica trasnochada, y, por qué no, con la dosis de naftalina suficiente de aquel que se reencuentra con un pasado escondido. La diversión parecía ser el hilo conductor, bien adornada con plumas, brillo, y muchos besos, mucha ternura («...que derroche de amor/ cuanta locura…«, como cantaba Ana Belén). Yo me estaba conformando con todo lo que se veía, pues el espectador, o se levanta y escapa, que no era el caso, o abre la boca, traga y calla con el jarabe escénico que se le endosa. El tempo correcto, las gracietas, aunque desfasadas claro está, ecos lejanos de nuestros cómicos de «Cine de barrio». Me contento y lo bendigo, eso sí, si lo pienso de esta manera: se trata de un montaje dedicado a la Añoranza, a lo que se fue, a lo que no pudimos retener, a lo que estuvo en nuestras manos y lo dejamos escapar; y también, por qué no, cuando nos dejaron escapar de aquellas manos, como Paula a Dioniso y viceversa. Yo me voy a centrar en ella, en la ninfa, la musa, el espejismo de Dionisio, su idealización; Paula, encarnación pura y dura del universo de la farándula. No me traspasó la interpretación de Laia Manzanares, hizo todo lo que pudo, me consta, aunque rebosó lamentablemente el endiablado límite de la artificialidad edulcorada, mucha niñez algo insistente; Paula, aquella suerte de Campanilla que hacía vibrar y volar al niño Dionisio (Pablo Gómez-Pando, mi paisano, que de las zurrerías ha pasado a defender al punto el antigalán de Mihura) en pijamas y con sombrero de copa blanco en un mágico hotelito de provincias. Me la quedo mejor en Merlì.
Montaje correcto y dentro de lo que cabría esperar cuando de Mihura se trata. Quiero seguir pensando, desde mi propia lectura y desde este nuevo siglo, la bella metáfora que encarna el personaje de Paula, su proyección agridulce del mundo de la farándula, aquello de un amor en cada puerto, de la huida hacia adelante y pavor a lo real; horror vacui al abandonar un escenario y más aún a quedarse sin el rumor de los aplausos, que, aunque no existan, siempre se esperan: he ahí la adicción; mensaje de rechazo a lo sólido y preferir lo líquido -otro error-, o cómo ir cual falsa monea, que de mano en mano en va, y ninguno se la quea. Dionisio la persigue, le ofrece salir de ese delirio rollo The Great Gatsby, artificial, violento, agresivo, absurdo disfrazado de lentejuelas y charleston, de feria de las vanidades, y, al final, la realidad impone su ley, la fantasía se evapora, se desinfla, falla en sus malabares, y los sombreros de copa caen al suelo, no hay manos para poder sujetarlos; y los conejos que aparecen están muertos y huelen. La ilusión sólo aparece unas horas, en la madrugada mental de Dionisio. La realidad sí es la del hijo ahogado de Don Rosario, quejumbroso, por mucha trompeta que toque. Y la novia real de Dionisio es fea, sí, aunque de perfil lo sea menos, pero es real, y lo real es garantía, y puede que hasta fiel. Mihura plantea -y Natalia Menéndez como su mano ejecutora- la ilusión dentro de la ilusión y pasar un buen rato, él, que escribía al público para agradar. Al tratarse, como es sabido, de un reparto prácticamente coral, solo hay que decir que éste arropa y engrasa con habilidad comedida las ruedas de la acción. A destacar la impronta genial que Arturo Querejeta nos regala con su tardía y breve aparición que sabe a poco.
Pasen y vean, y recuerden, o rememoren. Lo mejor de todo esto es haber resucitado a nuestro Ionesco ibérico y mantener, durante un buen rato, la sonrisa, aunque añeja, de lo que pudo haber sido y nunca fue en un país falso y multicolor.