TIEMPO DE SILENCIO de Luis Martín-Santos
Dirección: Rafael Sánchez.
Versión: Eberhard Petschinka.
Traducción: Ronald Brouwer.
Reparto: Sergio Adillo, Lola Casamayor, Julio Cortázar, Roberto Mori, Fernando Soto, Lidia Otón y Carmen Valverde.
Producción: Una creación del Teatro de la Abadía.
Teatro de la Abadía, 11 de mayo de 2018. Madrid
LA ANESTESIA por Carlos Herrera Carmona.
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
«Insomnio», Dámaso Alonso
Con esta versión impoluta y agresiva, y sin perder con ello ni un ápice de la voluntad del autor y de la inquietud y desasosiego que su novela siempre produce, asistimos en esta representación a un derrumbe, a una cantera de escombros en el inframundo de la ciudad de Madrid. Se nos ponen por delante siete voces a modo de escaparate las cuales se multiplicarán a la misma velocidad que la decadencia, la suciedad y el desplome hacia a los infiernos van a campear a sus anchas por el escenario. Las siete voces se apoderan de la palabra -más dardo que nunca- siendo capaces con su exacta habilidad interpretativa, de transmutarla en belleza, en horror, en lamento, en denuncia, en escarnio, en opereta, según proceda. Las siete voces sólo hacen uso de su garganta, de sus huesos y músculos; sólo se limitan a narrar lo silencioso que puede quedar el tiempo si nos enfrentamos a él o si lo obviamos. Siete voces que se articulan como si fueran la misma trama de la novela en siete corifeos y a la vez en el propio coro y a la vez en una comparsa y a la vez en un mismo batallón y a la vez en esa soledad, ese horror vacui, tanto para el actor como para el personaje, que define al monólogo interior; y a la vez, como digo, las siete voces se transmutan en la misma espiral sin sentido que a veces el diálogo entre deprimidos conlleva.
Las siete voces viajan al unísono por el territorio donde suelen viajar tanto los héroes como los antihéroes, tanto los payasos como los sicarios, tanto los pobres de espíritu como los bienaventurados, tanto las alcahuetas como las damiselas, tanto los maltratadores como las que lo soportan, tanto los embusteros como los trapalones, tanto las geishas chulaponas y arrabaleras de Madrid como los poetas estériles de los cafés sonámbulos de Madrid con su más de un millón de «cadáveres». Las siete voces defienden todo esto con aires remasterizados de esperpento y cambiando las calles de Dublín por unos madriles casi pantagruélicos, es decir, ni más ni menos lo que Martín-Santos quiso narrar.
El elenco, con habilidad bien faite, se lanza los pensamientos internos de unos a otros como infalibles malabaristas: estilos directos, indirectos, que rozan lo oblicuo y hasta lo perpendicular. Por tanto, con todo ello, y acompañado de una música, a veces susurrantes a veces disco, Madrid queda retratada como pozo inmundo donde reina una deshumanización sin catedral que la ampare gracias a esta producción con sus siete voces cuya ejecución nos muestra una desolación, aún en voga, con la misma eficacia con la que Beatriz paseó a Dante en aquel tour siniestro, tal y como es este tiempo que describe el autor, anestesiado con muertes anunciadas, con la enfermedad -que ya al principio de la representación corona las acciones posteriores- de incestos consentidos y aireados. Y sólo con la voz y el movimiento de los músculos del reparto. Queda claro que estas siete voces no buscan a su autor: lo han fagocitado.
Carmen Valverde -atento/as a este nombre- quien encarna a Dorita, Florita y a la puta del lupanar defiende el rol de las mujeres de la obra por encima de la supuesta misión de Don Pedro. La actriz segura que dos mujeres mueren, que ellas sí que son las víctimas reales de toda esta aventura macabra, no el joven investigador que no cumple sus aspiraciones. Asegura igualmente que, a pesar de la crudeza de lo que el espectador pueda sentir, el trabajo ha sido rápido, liviano y con una libertad a la hora de crear los personajes tanto por parte del director como del propio elenco; un juego que pretende llevar de la mano al público y contar un tiempo que, como el de hoy, nos deja anestesiados.
La escenografía, suscinta mas altamente significativa: un muro de la vergüenza acotando la caja escénica, se abrirá, no en un rompimiento de gloria como ocurre en las cúpulas barrocas, sino en una cueva donde se anida una mezcla de hechicería y bajos instintos. Es en esa oquedad que sorprende donde ocurrirá la última fase de la caída de estos ángeles negros, bestias, donde, como dice una de las voces, hay que dejarlos con sus asuntos, porque las chabolas han de estar donde tienen que estar. Lo que ocurre es que el autor nos las acerca con su lupa y pluma igual que hace este montaje soberbio de la Abadía, las siete voces nos la materializa, a pesar del muro, del cual Sergio Adillo (brillante Don Pedro: un Segismundo en traje sin posibilidad de soñar ni de vivir) nos dice que aparece así derruido, dado que se aspira a una posible reconstrucción. Ésta última se alcanza con la magnífica interpretación coral del elenco. Sin embargo, el sabor aciago de muerte, sangre, peripecias sexuales, gritos e insultos nos cuenta, casi seis décadas después que el mensaje de Beckett en su espera inútil sigue definiendo a esta sociedad que aún vive en las afueras y en las no tan afueras: «No hay nada que hacer».
Vayan y «lean» la novela de Martín-Santos.