«Con lo bien que estábamos (Ferretería Esteban)»
La sombra de Beckett es alargada por Carlos Herrera Carmona
… y se proyectará siempre que la incontinencia verbal se articule como eje vertebrador en cualquier crisis de pareja. Es la poesía monosilábica, redundante, reiterativa, armónica y obscura que hace doblegar al diálogo entre dos que no saben cómo amarse, o que sea ésa la única forma de amarse conocida.
El matrimonio, dueño de una ferretería, vive en esa calma chicha mientras que en su fondo abisal las medusas del Desencanto se alían con las sirenas de lo Cotidiano. Las sirenas que llevan al precipicio al marido que las sigue encantado de la vida. He ahí el drama. Guiados Barrantes y Usón con maestría por Troncoso, docto en la ardua tarea del clown renovado y la chispa imprevisible en su dramaturgia, muestra éste su caramelo envenenado: nos captura la risa y, sabiamente, la torna en mueca, en triste gesto: es la resulta fatídica del impacto fatal de los dos péndulos: comodidad y búsqueda del Santo Grial, respectivamente. Hay quien se agarra a lo de siempre como clavo ardiendo, cuyo fuego agrada porque no le incendia; hay quien prefiere el salto mortal sin red y que sea lo que Dios quiera y nos coja confesados; hay quien prefiere lo escrito o hay quien prefiere escribir su propio destino con renglones torcidos.
Incrustados en un mostrador testigo de sus días de marmotas, el parloteo farsesco inicial nos adentra en la contemplación de la máscara; con tics y gags de siempre, aunque realmente divertidos donde la interpretación del reparto brilla con contundencia, digno merecedor del aplauso final y las carcajadas durante la función, que sabe a poco.
(Me van a permitir en esta disgresión que recuerde el entremés de «Los refranes» de Quevedo cuando el protagonista, un viejo protestón e incrédulo que sólo sabe injuriar con refranes, ve cómo los protagonistas se le aparecen y le dan un escarmiento. Esto me sugirió la aparición del personaje de «La Música», muy de auto sacramental también, y, si bien no le da un escarmiento al descreído señor ferretero, al menos le regala una epifanía psicodélica.)
El acierto de la obra reside en abordar lo eterno desde lo particular y encender tímidas bombillas como las que penden sobre ellos en escena, mezcladas éstas con cadenas, interesante juego, por cierto, el del eslabón como unión inquebrantable o atadura esclavista -según se mire- para iluminar/nos en el arduo trayecto de la pareja a la hora de compaginar cómo el Otro castra el vuelo propio o cómo el Otro anula todo lo construido. La disyuntiva está servida. ¿Merece la pena pues obviar a tu compañía de viaje quien te pide y aconseja desde la sinceridad, no desde el egoismo? ¿Merece la pena derribar de un plumazo lo construido por lo desconocido, sacrificar lo físico por lo intangible? ¿Convertir a Cavafis en tu único dios cuyos versos pueden ser ora maléficos ora balsámicos? ¿Hay que seguir el impulso cueste lo que cueste? Porque, ¿qué sentido tiene todo esto si no somos siervos de los impulsos?
Interesante, qué duda cabe, el situarnos en el epicentro y descentrarnos como espectadores en el cataclismo emocional de este matrimonio ferretero cuyas explosiones de risas junto con implosiones de tristeza vienen amenizadas y reforzadas por las manos estupendas de un pianista en directo que envuelven a Con lo bien que estábamos en un pseudomusical excelente con partitura beckettiana. En este caso la sombra alargada da paso a una nueva luz.
Carlos Herrera Carmona es dramaturgo, director, crítico teatral y profesor en la Comunidad de Madrid. El otoño pasado presentó sus últimas obras «Sabina» y «La maldición de Mírtilo» (Temática grecolatina).
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