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Crítica de "El jardín de los cerezos" de Anton Chéjov - Masteatro

Crítica de «El jardín de los cerezos» de Anton Chéjov

 

EL JARDÍN DE LOS CEREZOS de Anton Chéjov

Dirección y versión: Ernesto Caballero.

Elenco: Chema Adeva, Nelson Dante, Paco Déniz, Isabel Dimas, Karina Garantivá, Miranda Gas, Carmen Gutiérrez, Carmen Machi, Isabel Madolell, Fer Muratori, Tamar Novas, Didier Otaola y Secun de la Rosa.

Escenografía: Paco Azorín.

Una producción del Centro Dramático Nacional. Teatro de Valle-Inclán. 24/02/19. Madrid

AMOR, TUNDRA Y MEMORIA de Carlos Herrera Carmona

    El olvido habita en algún lugar, según el poeta. Para los romanos olvidar era morir (damnatio memoriae). Lo más grave es morir pausadamente. No hay mayor tortura que te estén olvidando mientras estás desapareciendo. Eso es como maldecir a tu propia memoria, es colocarte en un lugar donde habita el olvido, o la Nada, que lo mismo es. Nada más bello que un cerezo en flor y no hay flor más bella que la que tú mismo plantas y cuidas; y no hay mayor condena que te la corten de raiz y se la lleven al lugar más remoto que puedas imaginar. Sin raíz, no creces, porque sólo con las raíces bien hincadas en la tierra húmeda y rica puedes llegar a crecer y a tocar el sol o la luna, y sobre todo deslumbrar; de lo contrario, nunca eres nadie, y buceas en la Nada, o deambulas descalzo, sin rumbo o sin memoria, que lo mismo es, y sobre todo, sin amor -cuánto pesar, ¿verdad?-, a través de una tundra imaginaria. Las tundras imaginarias son las más terribles porque no tienen fin, ni siquiera encuentras acantilados por los que te puedas tirar y rematar tu cuento vital. En las tundras imaginarias es donde tu memoria te sale al paso y te traiciona haciéndote creer que estás aún en un París impresionista de color pastel, cenando lo que se antoje sin poder pagarlo, bebiendo lo mejor con tus últimas monedas y soñando con un amante que te ignora y que al mismo tiempo tú has de ignorar porque ya no está, ya te ha olvidado, y por ende, matado, y te ves a ti mismo solo/a, en una tundra, como los cerezos de Chéjov, pudriéndose pausadamente, que es el morir.

    La matriarca de esta última obra de Chéjov cuando se cansa de caminar sobre su tundra imaginaria prueba a hacerlo sobre una finísima capa de hielo con stilettos afrancesados; ella tapa como puede el socavón que lleva en su pecho por nombre desamor y por apellido, ruina. Emerson dijo que cuando patinamos sobre hielo delgado, nuestra seguridad se cifra en nuestra velocidad. Nuestra matriarca (Carmen Machi) patina a la velocidad de un jaguar y con ello arrastra descerebradamente a sus crías y a los polizones que le bailan el agua. Sus cerezos corren peligro; ella desoye, el corifeo con hacha en mano le anuncia la catástrofe, pero la madame prefiere los Elíseos o el ensueño; ella elige a Eros y no a Psique, y, como tantos y tantos personajes del autor que danzan con la danza de las horas en bosques y hogares que se resquebrajan por culpa de sus anhelos, sus ínfulas, su «ya pasará» o aquel «Dios proveerá», se desmembra, y con ella su hogar, su memoria y, en consecuencia, la muerte, pausada e inevitable, de sus cerezos. Las preguntas en esta comedia rara (como el ave) se dejan en el aire. Las respuestas se volatilizan. Ernesto Caballero se mueve con delicadeza para acertar entre el ser y el no ser Chéjov, en hacerlo a full o no; en deshacer para hacerlo suyo. El perfume de Chéjov estaba ahí, cierto: melancolía a rabiar, desencanto rondando por la caja escénica con empaque de ópera y un final propio de la poética más strehleriana en pleno Lavapiés con otros gigantes sin montaña. Me quedo con esa magia, el efecto sorpresa, los recursos, los de siempre (los ultramodernos no tanto me convencen). Todo lo que se puede imaginar/crear en un teatro, ahí: otoños de papel, árboles de cartón tan lejísimos de la platea que casi era una metáfora en sí; el delicado asunto de la infancia en la escenografía que siempre fascina con miniaturas y el tren eléctrico de siempre, metáfora sobre metáfora; pausas, silencios cronometrados, distancias abismales entre personajes, miradas al infinito porque ya no saben hacia adonde mirar ya que hacia sus adentros les está vetado por temor a un tremendo horror vacui. Vi a Chéjov en los elementos empleados, en el exorno, en la música (salvo en la fiesta, que me llevó al olvido…) Vi trazos de poesía en el final: el mayordomo (Isabel Dimas y olé), sublime, sencillo, agorero, de cuento ruso, de llevárselo puesto para otra obra por su valor en toda su acción e interpretación; vi poética en el eterno estudiante (Tamar Novas) quien parece que andaba por allí sin que se notara con su misión de aclarar, ayudar, sencillo, también cándido y directo en su parlamento, solo en escena, en el bosque, en la Nada.

    Chéjov siempre ayuda a medir tus raíces, a escucharte, a conocerte. Chéjov es un prólogo siempre a algo tuyo o un epílogo, dependiendo de la cantidad de cerezos que quieras o no conservar en tu vida, o sembrarlos en la tundra, o en la Nada.

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