Honor sobre honor
Carlos Herrera Carmona.
«El alcalde de Zalamea» de Calderón de la Barca.
Dirección: Helena Pimenta.
Compañía Nacional de Teatro Clásico.
Teatro Lope de Vega. Sevilla.
11 de febrero de 2016.
Querida Helena:
Esto es una declaración en toda regla, o un manifiesto de admiración, según el cristal con el que se mire. Llevo más de dos décadas sorprendiéndome contigo y las que han de seguir. Porque ayer, sentado en un Lope hasta la bandera y puesto en pie sin dudarlo; al oir los golpes secos de una pelota imaginaria en escena a modo de obertura sui generis, se activó la catapulta y me propulsó al pasado: un Teatro Central primitivo donde nos trajiste a Puck clavando sus dardos envenenados en el sueño de una tarde sevillana en los noventa, con Ur Teatro -tu cantera y la nuestra- para nosotros, un grupo universitario enganchado a los clásicos, al igual que tú; que no sólo estudiábamos el arte de hacer comedias, sino que poníamos nuestro arte en hacerlas – valientes qué éramos- con el canon que entonaba la Compañía Nacional de Teatro Clásico, con Marsillach, con Calderón y después contigo. Y ayer de nuevo los versos que nacieron de Zalamea, de tu mano de superchef que elabora lo que desea y cuanto desea en los fogones de la calle del Príncipe.
Después te volví a ver en Almagro. Ese reducto áureo y legado sin igual, y que fui conociendo año tras año como becario y ahora lo veo con simpatía universitaria muy lejana. (Por cierto: los tabladillos laterales de la escenografía de ayer, la madera gastada y el juego de alturas y apariencias que bien podría simular un corral y que funcionó a las mil maravillas como calle, cuartos, plaza, cárcel… Una atmósfera dura, polvorienta, áspera. Como merece.)
Retomo que me extravío. Pues en unas jornadas manchegas como digo, te reencontré. Con tu rotulador Velleda explicando en una pizarra, como la que no quiere la cosa, los entresijos de Shakespeare que mis compañeros de la universidad y yo absorbimos en Sevilla -y ahora es el momento en que algunos me tachen de no sé qué por comportarme como un ensimismado y no como un crítico al uso, pero si al describir un montaje dejamos el sentimiento a un lado, ¿para qué hemos ido al teatro, o nacido…? Allí nos contaste, Helena, de tú a tú, que eras profesora de inglés, que tenías tu compañía propia, que te pediste una excedencia y que nunca más ibas a explicar el Presente Contínuo. Tenemos tú y yo algunos puntos en común, Helena… Si tú supieras… Aunque el top number one que nos une es la pleitesía que le seguimos rindiendo a los clásicos, doctores máximos; también el ser consciente de la influencia de sus lecciones hoy en día, como las que Pedro Crespo pronunciaba ayer; nuestra filología -herramienta infalible- al servicio del texto dramático para conseguir lo que tú consigues: contar una historia de abuso de Poder y del triunfo de la Verdad. Porque ayer yo era todo oídos para intentar descubrir el secreto de cómo el reparto desparrama versos y que sutilmente la rima salte cuando sólo ha de saltar -tantas controversias almagreñas que si rima sí, que si rima no- y ayer el resultado era una prosa efectiva y, lo mejor: natural. Carmelo, il capo, con una contención titánica en la primera parte y destellos de sorna que el público captaba y que le correspondía, remató la faena como un dies irae extremo y duro que desplegaba su honra, patrimonio divino, por bandera. Duelo de titanes con Joaquín Notario (¡bravo!). Y Nuria Gallardo… también un romance antiguo, con su bautizo literal de deshonra que le cayó del cielo del escenario y que tanto gusto daba oirla ahogándose entre versos, reivindicando, suplicando y aceptando el sino que le ha sobrevenido y que ella sola no puede combatirlo. Ni que decir tiene destacar «El Muro» que preside el montaje y el rompimiento de gloria de su centro por el que irrumpe el orden calderoniano que cierra y corona este texto -y cito a Pimenta- «sobre la justicia porque predomina la injusticia«. Tras los halagos merecidos, sí he de decir que los cánticos de La Chispa -no muy entendibles- y su exageración me sacaban a veces de este «turbión» como llama la directora a la obra escrita.
Y tras hora y cuarenta, algo que me emocionó inesperadamente: cómo Carmelo Gómez volvió a por sus compañeros, y los puso al frente del respetable para que sólo ellos recibieran los últimos minutos de aplausos y vítores. Y él, gigante, casi oculto. Eso es saber llevar a gala una profesión como ésta.
Hasta pronto, Helena. Un placer. Y, como siempre, a la espera de ser una vez más sorprendido.