Y CON ÉL LLEGÓ EL ESCANDALO.
Y llegó en forma de tramontana: Ludovico Ribera, aparente figurón -tan sólo en apariencia- pariente lejano de los seres molierescos sobre los que pivotan el resto de sus miserables peones, irrumpe en la casa de los Selciano a levantar alfombras, airearlas y descubrir, con el sagrado arte de la palabra, lo que siempre se suele esconder bajo éstas: miserias, miserias y miserias.
Observo también al público. Siempre lo hago. La reacción de éste debe ser proporcional a lo que ocurre arriba. Y el público le ríe las gracias Ludovico/Alterio. El respetable conecta con el pulido Pantalone que soñó en su día su rescatador Goldoni. Guiños simpáticos y cuidados a los zanni, un banquete all’italiana donde los lazzi están servidos con mesura: estampa naif de una contemporánea y dulce commedia dell’arte que decora aquí y allá el martilleo insistente de Ludovico. Al rato, los espectadores comienzan a removerse en sus butacas. De alguna carcajada aislada, el murmullo sucede. De Filippo/Saporano están logrando -creo- su objetivo, y de su mano, Ludovico, y de la de éste, Ernesto Alterio. La brecha está abierta. El hogar, patas arriba. Las miserias se van aireando una tras otra. Lo que oímos es lo que nos gustaría a más de uno: un juicio moral como hizo en su día la loca de Chaillot de Giraudoux a los inmorales, pero esta vez, a la caridad de cartón y sus beatones, a la vanidad de los que creen dormir tranquilos tras haber volcado su dinero minúsculo en el cepillo cada domingo. De Filippo conoce bien la arquitectura teatral. Fue monaguillo antes que fraile… De la risa a la mueca, de la mueca, a fruncir el ceño, porque el espejo está orientado hacia nosotros mismos. Deslumbra, molesta. Y el público deja de reír. La culpabilidad ha hecho mella.
Ejecución actoral loable. En su justa medida. Equilibrada. Cada actor/actriz participa en la acción dentro del corsé coral que le impone el propio autor y, en algún que otro momento, nos sorprende cada miembro del reparto con un brillo en su interpretación. Alterio nos lleva a que acerquemos a él nuestro zoom. Lo consigue. Su tándem Amedeo/José Manuel Seda le funciona y funcionan: el texto le regala a Alterio su Ludovico y el actor nos regala un personaje despampanante, maratoniano, con bucles en sus tonalidades, ora clown -soñado esta vez por Fellini, ora tumor soñado -se me antoja- por un Pinter napolitano. Y lo que sigue va dedicado a algunos espectadores al final de la función: los hermanos Marx bebieron sin querer de la commedia dell’arte…
La casa de los Selciano: elegantemente minimalista con su D’Odorico touch del que siempre aprendemos algo. Y algo de música ambiente que al final eleva esta pieza -me ha gustado mucho ese fin de fiesta-, a una pièce bien faite que merece la pena visitar.
Es de agradecer producciones como ésta, las cuales, no sólo rinden homenaje a hombres de teatro como De Filippo desconocidos en España, sino que esclarecen las miserias con las que convivimos y de las que a veces, participamos.
El misántropo de Molière tira la toalla. Ludovico se la pone por montera. Lástima que no exista una segunda parte: los destrozos de este personaje habrían sido, como advierte Saponaro emparentándolo con Buñuel, de genuino ángel exterminador.
YO, EL HEREDERO.
De Eduardo De Filippo
Reparto: Ernesto Alterio, Concha Cuetos, Fidel Almansa y José Manuel Seda entre otros.
Dirección: Francesco Saponaro.
Producción: Andrea D’Odorico.
Teatro Lope de Vega, Sevilla, 8 de febrero.
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