En un escenario vacío, vacío de accesorios inútiles, se abre al espectador una porción de la Historia. Una mesa, sobre la que se apoya un tablero de ajedrez y sus 32 piezas –además de un bote a donde van la piezas “muertas”-, un banco a cada lado de la misma y un ciclorama sobre el que se proyecta un muro graffiteado con figuras que veremos luego en primer plano; contextualizan la obra en un parque público de cualquier ciudad del mundo. Los árboles, la vegetación, están más allá del muro… Sobre esta puesta en escena vacía se dará vida a cada metáfora, artilugio, ciudad y a cada personaje de la historia que se quiere narrar, gracias al arte de la interpretación, la genialidad actoral y la magia del teatro.
Reikiavik es una obra del afamado dramaturgo Juan Mayorga, que además dirige esta fascinante pieza que se centra en dos hombre maduros Waterloo (César Sarachu) y Bailén (Daniel Albadalejo) que juegan a la dulce locura de recrear un episodio histórico como fue La Partida del Siglo, el Campeonato del Mundo de Ajedrez, acontecido en 1972, entre el americano Robert Fischer (interpretado por el primero) y Boris Spassky (al que da vida Albadalejo), en la capital islandesa.
Waterloo está esperando, como cada tarde, a que aparezca Bailén para dar vida a las partidas de ajedrez que marca la Historia, sólo que en esta ocasión aparece un interesante nuevo aprendiz, un muchacho (Elena Rayos) que “casualmente” pasa por el parque camino del colegio para presentarse a un examen final global. El muchacho se queda atrapado por la celeridad y maestría con la cual estos dos hombres le escenifican gran parte de lo que acaeció en las vidas de Fischer y Spassky. ¿Es realmente importante lo que enseñan a los chavales en el colegio? ¿O puede ser más útil enseñarles cómo se “pasa el cepillo a contrapelo”? Waterloo y Bailén enseñan al muchacho que para escenificar la Historia no hay límites ni reglas en la abstracción de un acontecimiento histórico, sólo las fotografías te dan reglas que no puedes cambiar.
Lo que parece una locura por parte de Waterloo y Bailén se convierte en un acto lúcido por rescatar la historia real de resistencia llevada a cabo por dos individuos que juegan solos y no representan a nadie frente a la historia oficial que los usó como instrumentos políticos representativos del totalitarismo soviético y del imperialismo norteamericano. Spassky y Fischer acabarían perdiendo la nacionalidad en su pasión por el ajedrez, por su loca resistencia a perder su individualidad.
Puede ser que en el acto mimado que hacen los actores, de cuando en cuando, de barrer el escenario, vaya implícito un homenaje que Juan Mayorga hace a Walter Benjamin con Reikiavik. La Historia oficial gloriosa necesita de juventudes críticas que le pasen el cepillo a contrapelo para destapar la Historia real que se presenta llena de violencia, de destrucción y barbarie.
Un obra imprescindible para espectadores activos y ávidos de intensidad escénica.