Diez meses después de su estreno en el Teatro Calderón de Valladolid, el Otelo de la compañía Noviembre Teatro ha desembarcado en el Bellas Artes de Madrid como una de las mayores apuestas escénicas para el verano de la capital. Para Eduardo Vasco, siete años director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, este montaje supone la vuelta a Shakespeare, un autor que continúa dejando una importante huella en el medio por la vigencia de sus temas y por la profundidad poética de sus textos. Y este Otelo es un buen ejemplo. Vasco ha trabajado sobre la adaptación de Yolanda Pallín para tejer una propuesta sin fisuras, redonda de principio a fin, capaz de humanizar a los personajes para mostrarnos la altura del drama en todo su esplendor.
Pallín ha condensado las casi cuatro horas de texto original en algo más de hora y media, una duración mucho más acorde a los tiempos que corren. El resultado es un ritmo mucho más alto; la tensión no decae en ningún tramo de la representación y el público no encuentra momentos de descanso, sobre todo en la segunda mitad de la obra. Todo un acierto a pesar de prescindir de personajes como Blanca (amante de Casio) y todas las acciones que giran en torno a ella.
Como viene siendo habitual en la iconografía de Vasco, los decorados son sobrios, sin artificios. Apenas tres elementos móviles sirven para situar la acción en diferentes estancias, lo que permite que las escenas se solapen para conseguir una mayor fluidez. A pesar de esta aparente sencillez, la puesta en escena es sobresaliente. La situación de los personajes sobre el escenario demuestra un cuidado exquisito por el detalle, mientras que la música en directo, los soliloquios entre el público y una esmerada iluminación, que a menudo dibuja escenas barrocas, son elementos que recuerdan al teatro con mayúsculas. La excelencia se consigue con el vestuario, firmado por Lorenzo Caprile.
Otelo rescata temas de gran vigencia, como los celos, la violencia contra la mujer o el racismo, aunque el verdadero fundamento de la obra es la manipulación que ejerce Yago sobre el resto de personajes para conseguir sus oscuros fines. Poco a poco, Yago va inoculando su virus en Otelo, en Rodrigo y en Casio para vengar su causa, y es precisamente este juego de engaños e intrigas el que mantiene el pulso de la representación. Vasco elimina algunas de las fisuras que encontramos en el texto y profundiza en las pasiones, más acentuadas en el último tercio de la obra. Con un Otelo enfermo de celos emerge la figura de Daniel Albadalejo, que hasta ese momento había adoptado un papel mucho más discreto motivado, en gran parte, por la magnitud de Arturo Querejeta (Yago). Querejeta firma un trabajo digno de ser recordado, encarnando a la perfección las dos caras de un personaje al que eleva a su máximo exponente.
Durante la última media hora podemos disfrutar de un Daniel Albadalejo enorme sobre las tablas, terrible y brutal, sólido e impecable. Con el gesto desencajado y la mirada perdida, nos presenta a un Otelo que poco tiene que ver con el amante tierno de los primeros actos, hasta el punto de matar a su amada a golpes y no asfixiándola con una almohada como en la versión original. Mención merece también Cristina Adua en el papel de Desdémona, así como el resto del reparto, compuesto por Fernando Sendino, Héctor Carballo, Isabel Rodes, José Ramón Iglesias, Paco Rojas y Ángel Galán.
Con estos ingredientes no es de extrañar que el resultado sea sobresaliente, una obra de arte que destaca por la solidez del texto, una puesta en escena impecable y un reparto de primer nivel.