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Crítica de 'Los miércoles no existen' - Masteatro

Crítica de ‘Los miércoles no existen’

“LOS MIÉRCOLES NO EXISTEN”.

Teatro Fígaro Adolfo Marsillach.

28 de febrero de 2016, Madrid.

 

Autor: Peris Romano.

Grupo Smedia.

Dirección. Maite Pérez Astorga y Peris Romano.

 

 

EL CLUB DE LOS BUSCADORES DE CARIÑO.

de Carlos Herrera Carmona.

 

Alterando con modestia aquel título de Leguineche, doy comienzo a mi opinión. Pues pienso que se trata sencillamente de esto, de la búsqueda de Afecto en mayúsculas, de la Comprensión, del “abrázame fuerte a pesar de los pesares”. En el trayecto escénico que firma Romano que simula un rally de vértigo y de diversión asegurada, los personajes se lanzan a ese vacío que llamamos “amor” -en minúsculas- y luego tratan de esquivarlo por esta misma razón con la infidelidad, los reproches y el deseo sexual compulsivo. Y claro está: no aciertan, se desvanecen en su titánico esfuerzo, las ganas se evaporan por las inseguridades y después de perdidos, al río que entre todos la mataron y ella sola se murió, o sea: la Relación. El logro de esta comedia reside en su brillante barniz de risa y en que la tristeza cotidiana del fracaso se oculta tras el tapiz.

Barra americana, sofá y varias sillas conforman todo el aparato escénico con gran pizarra al fondo donde aparecen escritos titulares y fechas que nos ubican en los múltiples zig-zag temporales por lo que pasan las tres parejas y pesan sobre sus espaldas. La masa del pastel: los diálogos supersónicos, cuajados de chispa medida y acertada que el público valora con su risa continuada e inteligente por ambas partes. De cuando en cuando, sucede un conveniente alto en este torrente verbal y surge un oasis mesurado, con tinte grave, cuyo contenido convierte al montaje en un caramelo envenenado: no olviden que dentro de su dulce caparazón  suculento, encierra la trama componentes sentimentales de este mal du siècle como son la falta de compromiso, la mentira como credo y la soledad como hilo musical.

En cuanto al espacio sonoro, suena éste en riguroso directo: un cantautor con guitarra en mano y sin grandes pretensiones –lo cual lo hace agradable y loable- quien canta temas conocidos en inglés y en español que van titulando y rubricando los cuadros a fin de realzar su contenido o finiquitarlo.

El reparto trabaja con esmero y a gran velocidad para que el ritmo –el quid de toda obra- no decaiga un ápice; tanto, que este rally dramático de casi dos horas, fluye a toda pastilla de manera deliciosa. La magia reside justamente en eso: no solamente en el engranaje de flash-backs e interrelación de personajes –todos con todos y todos con ninguno- la capacidad dramaturgo/directora de ir hilando para nosotros el devenir de las situaciones y entuertos, sino en unos diálogos que, aun recordando sus orígenes cinematográficos, logran con éxito la tan perseguida teatralidad. La acción se extiende hasta el patio de butacas y hace participar a los espectadores. Lástima que en ocasiones, al no llevar micrófonos los actores, y dada la acústica del teatro, no se perciba con claridad lo que dicen.

Un retrato fresco, sacado de la calle, de las intimidades menos íntimas; verdades como puños y como puños que con fuerza  resaltan lo que hoy en día nos sucede. Varias historias muy de cine que, con humor inteligente y naturalidad apabullante, llevan cinco temporadas en los madriles.

A Wilde se le ocurrió decir que la única ventaja de jugar con fuego es que uno aprende a no quemarse. El futuro de estos personajes queda hábilmente en suspense al final, así que nunca sabremos si habrán aprendido la lección o no. Como nos suele pasar a nosotros: socios de honor de este club de buscadores de cariño.

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