Ipso facto, tras pronunciar su última palabra y hacer su último gesto, el público se levanta de sus asientos para ovacionar a esta atleta del alma, que es la actriz Blanca Portillo.
Blanca, junto al director de escena Agustí Villaronga, y todo su equipo, nos presentan El testamento de María (una extensa pieza del afamado escritor irlandés Colm Tóibín, creada en 2012, y puesta en escena primeramente por la también aclamada actriz irlandesa Fiona Shaw). Es María de Nazaret, la madre, una mujer de entonces, pagana, que rezaba a la diosa Artemisa para que le diera coraje. Una mujer que no divaga, que lo recuerda todo; y así como el mundo contiene la respiración, ella contiene la memoria. De esto trata el monólogo, de ‘traer a la memoria’ muchos recuerdos que cualquier amante madre quisiera no tener. Con un tratado de la Historia sumamente medido para no caer en el sacrilegio.
Todo en escena está al servicio de la actriz, que hace este intenso trabajo durante dos horas sin tregua. Una música deliciosa a cargo de Lisa Gerrard, una escenografía brillantemente diseñada para estar al servicio del actante por Frederic Amat,… El ambiente que la rodea ayuda a generar el gran impacto emocional que produce en el espectador. Blanca Portillo está constantemente accionando (mientras se dirige al público la mayor parte del tiempo): cogiendo la comida que le deja una vecina, usando diversos utensilios, lavándose en el pozo, colocándose sus ropajes, preparando la mesa cuando narra las bodas Caná, …
Es digno de admiración el trabajo que ejecuta Blanca para que evoquemos todas las situaciones planteadas, cómo modula su voz creando así los distintos personajes que estaban en las distintas escenas (la resurrección de Lázaro, por ejemplo), su destreza corporal, su excelente nivel interpretativo cuando emite ese grito sordo de una madre doliente de rodillas en proscenio y el maravilloso momento, que con tal belleza resuelve, al soñar con su hijo resucitado.
Sin duda, todos lloramos en las butacas con María, cuando describe cómo destrozaban el cuerpo de su hijo. El testamento de María vierte el dolor de una madre a la que le ha sucedido algo desmesurado, que no logra asimilar. La desmesura no consiste en que su hijo haya sido el elegido, ni que transformara el agua en vino, sino en que ella misma no fuese capaz de correr hacia su hijo cuando éste más la necesitaba, y muriera sin su auxilio. No lo hizo porque era humana y tuvo miedo, miedo a perder si propia vida. Ahora es lo que más desea para acallar su tormento; lograr la libertad, como una mujer que antes de acostarse se suelta la melena.
