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Crítica de "El Golem" de Juan Mayorga - Masteatro

Crítica de «El Golem» de Juan Mayorga

Dirección: Alfredo Sanzol. Reparto: Elena González (Salinas), Elías González (Ismael) y Vicky Luengo (Felicia). Movimiento escenográfico: Andrés Bernal, Cecilia Galán, Leonora Lax y Kevin de la Rosa. Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar. Iluminación: Pedro Yagüe. Música: Fernando Velázquez

Una producción del Centro Dramático Nacional.

Teatro María Guerrero. 20 de marzo de 2022. Madrid.

Me has dado algo que jamás imaginé antes de conocerte. Es como si tuviera la palabra libro y tú me hubieras puesto uno entre las manos…

Richard Powers, El clamor de los árboles.

Elegía a la Palabra por Carlos Herrera Carmona

El golem: Texto arduo, árido, adusto, atemporal: agónico. Tal vez es un eufemismo de nuestra realidad, tan cambiante, tan cínica. Texto con forma y valor de una pirámide inexpugnable. Para visitarla, no bastan los cinco sentidos como espectador. Es Mayorga, quien, en un triple salto mortal de su dramaturgia a veces inasible, rubrica el texto. Sanzol lo enmarca en una puesta en escena gélida, tal vez otro eufemismo de nuestra realidad. El elenco lo reproduce. Los personajes lo reproducen a duras penas. Es arduo, árido, adusto, atemporal, agónico. No corren buenos tiempos para La Palabra. Mayorga lo sabe e instaura a través de El golem un himno dedicada a ella; nos traza un recorrido sin brújula; hemos de recorrer los pasadizos de la pirámide, casi a oscuras, para que abandonemos el teatro con la sensación desdichada de que nunca llegaremos. Bienaventurado/a quien consiguió vislumbrar el tesoro custodiado –la esencia del texto, la absorción absoluto de lo expuesto. Pienso que el hospital sigue estando en alguna parte. Y que Felicia, la esposa de Ismael, la que estuvo encargada de salvarle memorizando palabras, sigue allí, deformada, sin conocer y sin que la conozcan, perdida en el interior de la pirámide.

La escenografía plantea provocar, tal vez, la sensación de que Felicia, Ismael (quien sufre una enfermedad rara) y Salinas (trabajadora del hospital) están encerrados en un sótano, sin tragaluz –o vida- que los ilumine. El público, por ende, también. Atmósfera/pecera embellecida por música de thriller. Seres a los que parece faltarles oxígeno cuando tratan de pronunciar cada palabra. No se me antoja llamarlos personajes, más bien, canales de transmisión de incontenibles verborreas que operan, bien como hechizos, bien como palas de arena que se arrojan sobre sus propias bocas a fin de quedarnos todos enterrados dentro de esa pirámide.

Todo ocurre en el hospital. Fuera, el desastre. ¿Qué pensaría Pinter de todo esto? El aplastamiento del escenario desde arriba y aquella escenográfia móvil que parece ir aprisionando a los tres seres que por ella se mueven como roedores en las trampas de un laboratorio ¿de palabras? Mayorga/Sanzol no juegan con la distopía, la redefinen hasta lugares que algún día –o nunca- podremos conocer. El horror acecha como personaje incorpóreo fuera de escena e inquieta a Salinas (traductora), a Ismael (paciente) y a Felicia (el experimento). Una masa de gas tóxico que, si sales y respiras, llega el incendio.

Mi duda es: ¿forma parte La Palabra de esta toxicidad o es llave que abre el cofre del tesoro? ¿El discurso final es fruto de un ensalzamiento del arte de la oratoria o un homenaje borgiano? ¿Por qué La Palabra resulta algo líquido, o eléctrico, o gaseoso que inhalas y pierdes? El espectador ha de hacer esfuerzos titánicos para seguir un hilo de Ariadna que los hacedores de la puesta escena se encargan de cortar para nuestro desconsuelo.

Me quedo con lo más sencillo de esta propuesta: un himno a la palabra. Conozco el alma que puede contener el verbum. Siendo docente y dramaturgo el no verlo sería delito.  Insisto en mi día a día en provocar en mi alumnado el atesoramiento de las palabras: las útiles, las más bellas, aquellas que corrompen, aquellas que alivian; las palabras que abren puertas porque se rinden a la musicalidad, a la cortesía, a la concordía. Les advierto también de aquellas palabras que hunden, violan, castran. Todas ellas, les digo, os definen. Al hablar nos definimos y eso nos coloca, o en el ojo del huracán, o en un altar perfumado. Escribiendo teatro la palabra ha de ir libre de carga que enturbie, pero no que no modifique lo que es. Se busca lo certero. Lo sobrante nubla. Sé que, entregada al intérprete, la palabra se redimensiona y al intérprete, lo transforma y éste transforma al espectador. El fin es que la idea no realizada encima del escenario, es una idea que no existe, como afirmó Patrice Chéreau. Sigamos oyendo el clamor de los árboles…

Carlos Herrera Carmona es autor, director y crítico de teatro. Su última publicación, coescrita con Pilar Manzanares, “En la tierra desnuda: muerte y resurrección de Antonio Machado.“

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