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Crítica de "Copenhague" de Michael Frayn - Masteatro

Crítica de «Copenhague» de Michael Frayn

 

COPENHAGUE de Michael Frayn

Dirección y adaptación: Claudio Tolcachir

Reparto: Malena Gutiérrez, Emilio Gutiérrez Caba y Carlos Hipólito.

Teatro de la Abadía. 25 de junio de 2019.

   

    Y DE NUEVO DINAMARCA por Carlos Herrera Carmona

    Hay textos a los que llamo fluidos, a otros, humaredas y a este, firmado por Michael Frayn que se mueve como un elefante descomunal, con peso y paso peturbado y perturbador camino de su cementario, lo bautizo como testamento.

    Más de cinco son los sentidos que se han de desplegar en primera línea de batalla como espectador para seguir y aprehender, no sólo los listados complejísimos a bote pronto de cifras, datos, personajes, fechas, horas, días… es decir, fragmentos históricos en formato enciclopédico cuyos contenidos evocan una clase magistral universitaria, a pesar de que la dama en escena suplique ese «lenguaje sencillo» a modo de motete- sino para que hagamos un zoom sobre entrecejos, muecas, medias sonrisas -agrias, agriadas y agridulces-, miradas de soslayo, de conmiseración y, sobre todo, miradas hacia la catástrofe la cual, como bien sabemos, está en manos del hombre, puesto que las provocadas por la madre naturaleza son parte de un planeta vivo, mientras que las ideadas por la física, la química y el poder son parte de la soberbia/hybris al final siempre castigada.

  Confieso que acudí a la representación a ver a dos de las leyendas de nuestra escena por todos sabido: Gutiérrez Caba e Hipólito. Claro que sí. Hay que verlos. Hay que oírlos. Hay que aprender -en este caso, por la parte que me toca cuando he de actuar como director de actores. Hay que contemplar cómo se deslizan en escena, con qué intensidad emiten cada verbo, como si de nota en un pentagrama se tratara: grupos nominales y verbales operan en sus gargantas a modo de acordes donde, en su conjunto, logran una delicada y sutil armonía. La sensación esa de que parece que ya estaban ahí, o aquella otra, la más preciada de todas por mí, cuando parece que se van a quedar ahí toda la noche hasta que vengamos otra vez, en ese espacio hogareño invadido paradójicamente por una naturaleza en forma de hojas pardas y quebradas (evidente el símbolo, pero que empasta con el sonido coral de la puesta en escena). Una vez aclarado esta mi devoción hispánica por ambos caballeros, me voy a centrar en ella, en la dama replicante, en un personaje que se me antoja como corifeo, lector de conciencias para con el respetable, sin abandonar su rol de esposa o anfitriona. Me gusta su empaque, su manera de imponerse sin que su cuerpo tiemble, ni su voz tan siquiera. Me gusta Malena Gutiérrez, con su pañuelo de gasa de toda la vida, y sin perder puntada de todo cuando sucede. tanto en el aire de la habitación/jardín, en las acciones pausadas de los caballeros, como en el interior de sus mentes. Sin dejar de ser hipersubjetivo su juego de narradora omnisciente, terminas por creértelo. De nuevo se ha producido el chispazo triunfal de toda puesta en escena que se precie: todo es Verdad. Verídico es el asunto de la trama, verídico el impacto del mensaje -arduo, pesado, lento como el paso del aquel elefante buscando el Leteo- verídico incluso esos árboles que forman parte del mobiliario del austero salón danés.

    Tal y como reza en el programa de mano rubricado por Niels Bohr «Interpreten todas mis afirmaciones como preguntas». ¿No podría aplicarse, medito, esta sentencia como médula espinal de cualquier acto teatral? ¿Acaso este trío, más que discutir, no están sembrando la incertidumbre el espíritu de que no es oro todo lo que reluce a nuestro alrededor, de que nos seguimos deslumbrando por el destello de este becerro de oro, de que la amenaza de hombres con olor a nazi vuelven a merodear por nuestra añeja Europa, la reina más sabia y más hermosa del globo?

    Concluyo confesando que mantengo el trauma indeleble de unas matématicas que cuando joven me costaron Dios y ayuda superarlas. Siempre preferí un soneto de Góngora a una integral. Ayer me perdía por ello en un laberinto de reflexiones ajenas y ásperas para un filólogo común que soy, sin embargo, me entretuve, como dije, aplicando el objetivo en primerísimos planos focalizando los cientos de gestos de calidad en los rostros de esta tríada, impoluta en su interpretación, en sus sonrisas, en sus armónicos, mientras paseaban ellos entre árboles y sillas con mucho sigilo, con el mismo sigilo con el que se prepara un bomba nuclear a nuestras espaldas.

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