CALÍGULA de Albert Camus
Reparto: Pablo Derqui, Borja Espinosa, Víctor Pi, Mónica López, Pep Molina, Anabel Moreno, Ricardo Moya, Bernat Quintana y Xavier Ripoll.
Dirección y dramaturgia: Mario Gas.
Producción: Teatre Romea, Festival Internacional Clásico de Mérida y Grec 2017 Festival de Barcelona.
Teatro María Guerrero, 16 de diciembre de 2018
YO, EL EXCESO por Carlos Herrera Carmona
No éramos el público correcto. Los espectadores a quienes iba dirigida esta propuesta escénica debían haber sido aquellos y aquellas que ostentan cargos en butacas de piel que conforman gradas, graderíos o hemiciclos. La carga aleccionadora que apunta desde los años 40 del pasado siglo diseñada por Camus apunta hacia nosotros alertándonos de lo que puede ocurrir. Y no es justo. Las presas somos nosotros y a la vez también hacemos de recipientes de su mensaje mientras los emperadores de hoy en día, tumbados en su triclinios, se mofan de nosotros y alaban nuestros votos que los han situado ahí en la cúspide. Desafortunadamente llega tarde: el desastre ya se ha producido y hará falta que sigamos rescatando los mejores textos de nuestros grandes pensadores que recogen historias de otros grandes pensadores para que, al menos, se tome conciencia del exceso, de la crueldad, del despropósito, de los discursos desmedidos y populistas, de cómo situamos a vehementes en despachos y casoplones con nuestros mejores deseos de que nos salven… Calígula reúne en su proceder la vileza de un ser con una sociedad en sus manos de monstruo. Sirvió de modelo a muchos que ya conocemos (no es menester citar…) y, aunque hoy en día no nos inviten al coliseo ni nos regalen pan para seducirnos y callarnos, seguimos en la línea idiota de un pensamiento atrofiado. El efecto péndulo se puede producir y pasar de una supuesta libertad controlada y descafeinada -seamos conscientes como los que rodeaban a Cayo- al libertinaje. ¿Calígula parece que acuñó este término?
Dos horas casi de representación que vuelan. El texto, plúmbeo, enriquecido por ramalazos filosóficos atronadores («Todos los hombres mueren sin ser felices»), con lemas que funcionan a modo de titulares de prensa de antes de ayer, se lanza con total naturalidad. Séneca ya nos advirtió: «No hay animal más sombrío que el hombre». Y Calígula sufría por ser perseguido por esa sombra untuosa que no le dejaba respirar, la misma que acompañaba a Hamlet por las torres de su castillo, o a Edipo cuando éste presentía lo que no debía presentir. La magnífica oleada de gestos, y, sobre todo, de miradas a la luna, a sus futuros asesinos que casi los alienta a que cometan lo que él no sabe cometer; sus miradas de desenfreno creyéndose un dios, e incluso más que un dios con su potestad absoluta de quitar vidas y convertirlas en carroña: Derqui es la reencarnación del tirano-niño, del dictador-adolescente y del Calígula de Camus. El elenco que lo rodea, por supuesto a la altura, con sus contrapuntos catatónicos, hasta personajes de corte pirandelliano. Me hizo sonreír, dicho sea de paso, esa «provocación» del director escénico que se atrevió a desobedecer al dramaturgo cuando éste prohibía togas cuando Derqui, con un elegante gesto casi al descuido, salió de su baño y se envolvió en una toalla enorme: he ahí la transfiguración con el emperador: sublime.
Sostiene Quignard en su obra El sexo y el espanto: «La vida se estremece de luz en un fondo de muerte». Como guinda, Calígula grita agonizante para que el poso de su vida ilumine a la humanidad, y la muerte, la que tanto él parecía desear pues si nada tenía sentido había que destruirlo, le da la bienvenida.